ESTO LO HEMOS CREADO NOSOTROS.
Los que hoy tenemos más de 65 años hemos sido testigos y protagonistas de una época irrepetible. No vivimos rodeados de comodidades ni de avances tecnológicos como los de ahora, pero fuimos inmensamente felices. Nuestra infancia se construyó en la calle, entre juegos sin supervisión, meriendas sencillas y una convivencia vecinal que hoy parece utópica. Crecimos con lo justo, pero no nos faltó lo esencial: familia, amistad, respeto y libertad.
Los niños jugaban hasta bien entrada la noche, sin la constante vigilancia de los padres, sin miedos añadidos, sin dispositivos que sustituyeran la imaginación. Las relaciones humanas eran reales, físicas, constantes. Aprendimos el valor de la autonomía, la responsabilidad y la resiliencia. Nos hicimos adolescentes con ilusiones, rebeldía sana y un profundo respeto por los mayores, por nuestros padres y también por las mujeres. La atracción entre géneros se vivía con respeto, sin imposiciones ni temores. No existía el miedo generalizado que hoy lo impregna todo.
Vivimos la transformación de un país, el paso de una dictadura a una democracia. Nadie nos regaló las libertades que hoy existen. Las conquistamos en las calles, en manifestaciones que muchas veces terminaban en represión, en huelgas que exigían derechos laborales, salarios dignos, pensiones justas y una sanidad y educación pública de calidad. Ese sistema, hoy en crisis, no surgió por arte de magia ni por voluntad de unos pocos privilegiados: fue fruto del sacrificio colectivo, del trabajo duro y de la firme voluntad de vivir mejor.
Vivimos también la llegada del hombre a la Luna, la televisión, la industrialización, la informática, las telecomunicaciones... Y ahora, ya mayores, presenciamos el auge de la inteligencia artificial, una herramienta fascinante pero que sentimos ajena, porque ha sido pensada para quienes nacieron dentro de la tecnología. Nosotros venimos de una época en la que no teníamos teléfono en casa -ni fijo, mucho menos móvil- y, sin embargo, nos comunicábamos más y mejor. No éramos dependientes de un dispositivo que hoy parece controlar el tiempo y las emociones de las personas.
También supimos divertirnos. Los pueblos y las ciudades bullían de vida: cines, billares, cafeterías, discotecas llenas de humo, música lenta para bailar pegados y canciones alegres para soltarse. Se fumaba sin culpa, se bebía un cubalibre con amigos, se hablaba cara a cara. Las palabras no necesitaban emojis. El silencio no era incómodo. Compartir era una necesidad natural, no un gesto extraordinario.
Y ahora, al mirar el presente, duele. Duele ver cómo el individualismo ha sustituido a la convivencia. Cómo la familia se desdibuja. Cómo la natalidad cae hasta niveles críticos, y con ella se apaga la alegría de los hogares. Duele ver cómo los mayores somos cada vez más invisibles, como si ya no tuviéramos nada que aportar. Pero también duele comprobar que los jóvenes, tan conectados, parecen a menudo solos, desmotivados, sin referentes estables, sin memoria.
La soledad, esa que antes era excepción, hoy es rutina. Y con ella, el cansancio. No tanto el físico, sino el del alma. Porque cuando ya no hay niños en casa, cuando los amigos se van, cuando los vecinos ya no se saludan y la familia se dispersa o se diluye, la vida empieza a perder sentido. Sin alguien por quien luchar, sin alguien que te escuche, uno empieza a preguntarse cuándo llegará el momento en que también "sobre".
Hemos sido una generación que lo dio todo: construimos, trabajamos, educamos, cuidamos. Lo hicimos con errores, claro, como todas las generaciones. Pero el balance fue positivo. Y, por eso, este llamado no es una queja ni un lamento. Es un recordatorio: no olviden lo que costó llegar hasta aquí. No tiren por la borda el esfuerzo de quienes pusieron los cimientos del presente. No normalicen el miedo, la indiferencia, la desmemoria. No desprecien el pasado por no entenderlo. La modernidad no tiene por qué estar reñida con la humanidad.
Decía Calderón de la Barca que "la vida es sueño, y los sueños, sueños son". Quizá por eso muchos mayores sentimos que sería dulce morir sin despertar. Pero, mientras estemos aquí, aún tenemos voz, aún tenemos memoria, aún tenemos mucho que enseñar. Escúchenla, antes de que el silencio se imponga por completo.
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