EL GOBIERNO DESTRUYE ESPAÑA
España no se rompe. España se vacía. Y lo hace desde dentro, mientras se llena desde fuera.
Generaciones trabajaron con esfuerzo para construir un país con servicios públicos dignos, infraestructuras modernas, educación accesible, sanidad universal y cierta calidad de vida. Pero todo eso que costó décadas levantar hoy se reparte sin control, sin reciprocidad y sin exigir el más mínimo compromiso.
Los recursos que deberían garantizar una vida digna a quienes sostienen el sistema -los trabajadores, las familias, los jóvenes, los pensionistas- terminan diluyéndose entre un turismo masivo que arrasa y una inmigración irregular que llega sin filtros ni responsabilidades. Lo que fue un hogar se ha convertido en un escaparate para turistas y en un refugio desbordado para quien cruza la puerta sin llamar.
Sanidad colapsada. Vivienda inaccesible. Ayudas sociales desbordadas. Transporte público al límite. El español medio, el que madruga, cotiza, paga impuestos y respeta la ley, ve cómo cada día la vida le cuesta más... y le ofrece menos.
El turismo, lejos de ser motor, es lastre. Llena playas, calles, hospitales, aeropuertos, pero vacía barrios, encarece los precios, precariza el empleo y agota los recursos. Un país diseñado con sacrificio para el bienestar de sus ciudadanos termina convertido en un parque temático barato, donde el visitante lo tiene todo, y el residente, casi nada.
Y lo mismo ocurre con la inmigración irregular: no se cuestiona acoger, se cuestiona acoger sin límite ni criterio. Porque abrir la puerta a todos sin exigir nada, sin aportar, sin integrarse, no es generosidad: es irresponsabilidad.
Un sistema que da acceso automático a todo -aun sin papeles, sin haber contribuido jamás- está condenado a desbordarse.
¿Resultado? Suben los precios. Bajan los salarios. Aumenta la inseguridad. Cambian los barrios. Se rompe la cohesión social. Y los que construyeron este país, los que lo sostienen con su esfuerzo diario, acaban siendo los grandes olvidados.
Vivir en España se ha vuelto un lujo para quienes la levantaron y una ganga para quienes llegan sin haber puesto un solo ladrillo.
No se trata de rechazar al que llega ni de cerrar puertas. Se trata de poner orden en casa antes de invitar a más gente. De priorizar al residente frente al turista, al que contribuye frente al que solo viene a recibir, al que respeta frente al que no se integra. Porque si no protegemos a los de dentro terminaremos expulsándolos.
Este no es un país racista, ni xenófobo, ni insolidario. Pero tampoco puede permitirse ser un país sin reglas, sin filtros y sin prioridades.
Queremos una inmigración regulada, vinculada al esfuerzo, al respeto y a la convivencia.
Queremos un turismo sostenible, que aporte sin destruir.
Queremos políticas valientes, que dejen de temer el juicio moralista y defiendan con firmeza a quienes hacen posible este país cada día.
Porque, si todo se entrega sin condiciones, nada vale.
Y si España deja de cuidar a los suyos, acabará no siendo de nadie.
No es posible que quien hizo posible un Estado del bienestar para todos sus ciudadanos, con enorme sacrificio pagando grandes impuestos, tenga que compartirlo masivamente con quien solo viene a disfrutarlo y saturarlo. Dicho así, parece cruel, pero no: quien disfrute de lo nuestro debe aportar para su sostenimiento.
Y, sí, me refiero a que todo turista pague un plus de uso para aumentar personal y medios. Y a regularizar la entrada de inmigrantes como hacen los países serios: solo acoger a quien se necesite y venga a trabajar e integrarse.
Y, por supuesto, queda fuera de esta reflexión quien huye de una guerra o una persecución: los refugiados deben ser acogidos, vengan de donde vengan, aunque también con control.
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